miércoles, 18 de marzo de 2020

ALIVIO DE PARROCOS


          Hace unos días llegó a mis manos, un librito titulado “Alivio de párrocos”, y por la originalidad  del título me puse a hojearlo con curiosidad. Se trata de una obra religiosa, escrita y editada en Madrid en 1857, por un párroco anónimo, en donde escribe todas las pláticas que deben predicar los párrocos en los pueblos, en cumplimiento de su sagrado deber pastoral. Cada domingo o festivo, tiene  su plática adaptada a la liturgia de esa festividad.
            Me he detenido en las páginas dirigidas a la santificación de las fiestas, el primer mandamiento de la Iglesia: Oír misa entera todos los domingos y demás fiestas de precepto, y no realizar trabajos serviles. Es decir  no trabajar.
            ¿Cómo conseguía la Iglesia (poder espiritual), hacer cumplir el mandato de santificar las fiestas, y en definitiva no trabajar? Pues simplemente buscando el brazo del poder temporal, el Estado.
            Abriendo el libro, su contenido recoge recomendaciones, consejos y amenazas como éstas, que por su curiosidad transcribo: “Para santificar las fiestas se requieren dos cosas: primera, no trabajar, y segunda, hacer obras de piedad y de Religión. Si Dios nos prohíbe trabajar en los días de fiesta, no es para que nos entreguemos a la ociosidad, ni a las diversiones… sino a darle culto y veneración… “. “La codicia  de trabajar los días de fiesta atrae los pedriscos, el trastorno de las estaciones de los tiempos y una infinidad de calamidades. San Vicente, decía, que mientras no se santifiquen bien las fiestas, no cesarán los males que afligen al mundo”. Estas recomendaciones y otras del mismo estilo, eran la voz del poder espiritual. Ahora veamos lo que decía el Estado, poder temporal.
            En las Ordenanzas municipales de Jávea de 1953, del alcalde D. Juan José Tena,  aparecía la siguiente declaración: “Siendo la Religión del Estado la Católica Apostólica Romana, ella es la única que tiene derecho a manifestaciones de su culto… con toques de campana, celebrar procesiones, romerías, jubileos…las autoridades eclesiásticas pondrán en conocimiento de la autoridad local todo acto externo del culto… en las iglesias los asistentes estarán con reverencia, guardando el respeto…”
            Pero mucho antes de 1953, el Gobierno de Franco, había dictado  el l3 de julio de 1940, la Ley del descanso dominical, en donde, también por curiosidad le he echado un vistazo, y he encontrado  consignas como éstas: “La voluntad firme del Estado español declarada en el Fuero del Trabajo, de renovar la tradición católica…. requiere absoluto respeto a las leyes divinas… el descanso dominical y otros principios de hondo contenido cristiano…Este el preámbulo de la ley, para seguidamente ordenar: “Queda prohibido en domingo y en las fiestas de carácter religioso, todo trabajo material… sin más excepciones que las expresadas en ésta Ley
            Esta Ley, fue desarrollada por un Reglamento, y éste a su vez lo fue por  Órdenes ministeriales, dirigidas a los Delegados Provinciales de Trabajo, y éstos a su vez ordenaron el cumplimiento de la ley a los Inspectores de Trabajo, con la misión de velar  que nadie trabajara en festivos, bajo amenaza de expediente gubernativo y sanción
En definitiva, no se podía trabajar cara al público, bajo multa de 25 a 250 pesetas. Era tal la colaboración del Estado con la Iglesia, que las autoridades laborales (Inspectores de Trabajo) y las autoridades gubernativas (Guardia Civil) trabajaban de común acuerdo a través de un sigiloso y discreto sistema de chivatazos, soplos ó  confidencias, que hacían cumplir el mandato legal  de abstenerse de trabajar en días festivos, con la esperanza y alegría pastoral de la Iglesia de que esos “descarriados” trabajadores dedicaran el domingo a sus deberes religiosos.
Recuerdo una anécdota de esos años 50. Yo, vivía en el Montañar, cerca de la casa del abogado D. Romualdo Catalá Guarner, que tenia su bufete en Denia, al cual acudía diariamente con su flamante y espectacular Buick negro. Junto a su casa y huerto de naranjos, tenía una modesta casa, con corrales para gallinas, conejos, cerdos… que cedía en calidad de precario (sin pagar alquiler), a familias necesitadas del pueblo. Un día decidió adecentar el exterior de la misma, y contrató a un encalador conocido por el sobrenombre de “El ballaor”, para que le blanqueara la casa un domingo, puesto que en los demás días hábiles tenía que atender el despacho y acudir a los señalamientos del Juzgado. Cuando “El ballaor”, caña en ristre, con la escobilla atada al extremo de la misma y cubo de cal a su vera, se hallaba en plena faena de dar color a la casa, fue sorprendido por un agente del orden que paralizó el trabajo del encalador y le sancionó con arreglo a la ley. Años más tarde, esta blanca casita y sus animales se los llevó un fuerte temporal de mar.
Las cosas de entonces y de ese siglo XX eran así.


Vicente Catalá Bover

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