Noviembre, mes de difuntos y de
matanza (“por San Andrés, mata la res” dice el refrán). Este tema lo tenía
preparado para publicarlo la semana pasada, coincidiendo con el día de Todos
los Santos y de los fieles difuntos, pero la alarmante noticia de la sentencia
del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo con la puesta en libertad de
los asesinos de ETA, hizo que cambiara de opinión y dedicara mi columna semanal
para comentar este acontecimiento. Como aún estamos dentro del mes, hablaremos
de los difuntos. Empezaré diciendo, que España, a través de la Historia ha
demostrado su vocación y efecto de esponja, absorbiendo las culturas de los
países que la han invadido. Romanos, cartagineses, visigodos, árabes… y ahora
los anglosajones, han influido en la idiosincrasia de nuestra colectividad.
Ejemplos de ello son el árbol de Navidad (haciendo la competencia al Belén), el
Papá Noel y Santa Claus (sustituyendo a los Reyes Magos) y ahora la fiesta de Halloween.
Todos estos eventos han dejado su sello en nuestra manera de ser. Lo último
importado, el Halloween, que significa “víspera de todos los santos” y tiene su
origen en los países anglosajones. Aquí en España, nos llega de EE.UU. Esta
festividad, de cierta complejidad, está relacionada con la muerte y con los
espíritus buenos y malos. A diferencia de España, la celebración no tiene su
base en el recuerdo y dolor por un familiar fallecido, sino en el trasfondo e
interpretación de la muerte como hecho natural y cesación de la vida, con la
utilización de máscaras y disfraces, para provocar sustos, bromas y travesuras.
Tienen una importante colaboración los niños, los cuales disfrazados de
duendes, fantasmas y demonios, pasan por las calles pidiendo dulces de puerta
en puerta y son recompensados con caramelos y golosinas. Esta fiesta, aquí es
moderna, de hace unos cuantos años, pero se va imponiendo en nuestra sociedad,
sobre todo entre la juventud. En España, la fiesta de Todos los Santos, se ha
ceñido desde siempre a visitar los cementerios y recordar a los seres queridos
que nos han precedido en el camino hacia el más allá. El vocablo cementerio
deriva de una palabra griega que significa dormitorio, y generalmente es un
terreno cercado destinado a enterrar a los muertos. Estos recintos, se han
llamado desde siempre camposantos, debido a que en la cultura cristiana la
muerte es la separación del cuerpo y del alma y el paso previo para gozar de
Dios. Al tener relación con los misterios divinos, la Iglesia tomó la
iniciativa de dar tierra a los difuntos y ese lugar pasó a llamarse camposanto.
Hoy, esta denominación ha desaparecido. Más tarde el poder civil tomó la
iniciativa y los municipios se encargaron de regular ésta cuestión, pasando a
llamarse cementerios municipales. En el transcurso de los tiempos, los
enterramientos se realizaban alrededor de las iglesias y fortalezas en donde se
refugiaban los habitantes de la población en evitación de los ataques del
enemigo. Así tenemos, que los descubrimientos arqueológicos han hallado fosas
con restos humanos alrededor de la iglesia de San Bartolomé, concretamente
delante del palacio de los Sapena, actual sede de la alcaldía. Para
descongestionar la zona de la iglesia, se habilitó un cementerio llamado “lo
fosar d´avall”, situado en la actual calle D´avall, dentro de la muralla
recayente al sur. En 1502, Diego de Sandoval, marqués de Denia y señor de Jávea
(Jávea no fue villa hasta 1612, por privilegio de Felipe III) mandó construir
un hospital y una capilla dedicada a Santa Ana y San Joaquín junto al fosar
existente. Esta situación se mantuvo hasta principios del siglo XIX, en donde
los regidores de la villa con criterios más realistas y adelantados, tomaron la
decisión de construir un cementerio fuera de las murallas y apartado del núcleo
de la población. De los tres portales de que constaba la muralla, se eligió por
mejor situación la puerta de San Vicente o de la Ferrería, en la partida de San Juan, muy
próxima al caso urbano, en donde había una ermita, la cual quedó englobada e
incorporada al nuevo recinto. El nuevo cementerio se inauguró en 1817 y los
enterramientos se hacían bajo tierra, pero a medida que el terreno se iba
llenando de sepulturas, hubo necesidad de recurrir a nuevas soluciones. El
proyecto fue puesto en práctica a mitad del siglo XIX, y fue la de construir
nichos, unas concavidades de piedra tosca, superpuestas formando un muro para
la colocación de los féretros. Este cementerio, ha sobrevivido hasta finales
del siglo XX.
Vicente Catalá Bover
Noviembre 2013
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