Finalizada la guerra civil, se
abrió una nueva etapa de normalización de la vida, que en Javea se manifestó y se relacionó con la
llegada de forasteros en la época de verano. Eran los pioneros de lo que mucho
más tarde se llamó el fenómeno turístico, y que se convirtió en la principal
fuente de ingresos del país. Los primeros forasteros tenían dos componentes,
según su procedencia. Un componente nacional, integrado por los madrileños, y
el núcleo regional integrado por los valencianos de la capital y de Carcagente
y los alicantinos de Villena, Ibi y Alcoy, que representaban el potencial
agrícola e industrial de estas provincias. Los valencianos llegaban en el
Venturo, la línea de viajeros que unía Javea con Valencia. Los madrileños lo
tenían más complicado. Llegaban por vía férrea a Valencia, debidamente
traqueteados y enlazaban con el Venturo, para llegar a Jávea. Al pisar tierra, tras
muchas horas de viaje, exclamaban aquello de “para viaje largo y duro, el tren
y el coche de Venturo”. El veraneo de entonces se reducía a solo el mes de
Agosto. Hoy el verano comprende julio, agosto y septiembre. Si hoy dices “me voy de vacaciones”, la
pregunta que te hacen es, ¿cuándo? y
contestas: “tomaré dos semanas de julio, dos de agosto y una de septiembre. La
llegada de veraneantes favorecía el alquiler de viviendas y el comercio local,
reducido a unas cuantas tiendas en el pueblo (Benavent, Armell, Ambrosio
Salines, El Sindicat, Chaunet, Sapena...) y otras pocas en Aduanas (los dos primos
Ambrosio Ferrer, la tienda de Miquel Crespo “el pelut”, la de Castells “el
parrando”…y poco más. Los primeros veraneantes nacionales, fueron los valencianos (gracias al Venturo), y
los madrileños, seguidos ya en pleno desarrollo turístico, de ingleses,
alemanes, franceses, belgas y holandeses.
Esta pacífica invasión de
visitantes dejaba dinero (aún no se empleaba la palabra divisas) al pueblo. Acabado el mes de agosto, los
veraneantes volvían a sus lugares de procedencia, y el comercio hacía un
balance positivo de las ganancias obtenidas que les permitía pasar con desahogo
el resto del año. Aquí se podía aplicar la conocida expresión “hacer el
agosto”. En la mentalidad de aquella época, el tener llenas las alforjas llenas
colmaba las expectativas. Al dedicar su trabajo y esfuerzo al sostenimiento
familiar, anhelaban el descanso, que llegaba el 31 de agosto. Ese día, la flota
de autobuses de Venturo, con sus bacas cargadas
de maletas, devolvía los veraneantes a sus procedencias. Muchos de los que se
habían beneficiado de éstos turistas exclamaban: ¡ya era hora de que se
marcharan! Expresaban de éste modo, el instinto poco comercial de la época, y
deseaban disfrutar de los ingresos obtenidos durante la época vacacional. Los
días finales de agosto, siempre se comportaban de la misma forma,
climatológicamente hablando. De forma puntual, entre el 28, día se San Agustín
y el 31, de San Ramón, descargaban fuertes tormentas, que refrescaban el
ambiente y presagiaban la entrada del otoño. A la caravana de autobuses del
Venturo, se unía el camión del ordinario Ros, que recogía del Montañar, los somieres, colchones, baúles
y demás cachivaches que no podían transportarse en el autobús. Al mismo tiempo,
que las casas se vaciaban de muebles y enseres, las ventanas, puertas y nayas
de los chalés se protegían de la humedad y temporales del mar mediante cañizos.
Se suponía, y así era, que los ocupantes de los mismos, no volvían hasta el año
siguiente, o por Pascua en todo caso. Esta sensación de despedida la acusábamos
también los jóvenes. Los chicos y las chicas de la localidad, en los veranos de
40-50, nos integrábamos, en nuestras diversiones con las pandillas de la capital que en aquellos años nos sorprendían
con los adelantos de Madrid y Valencia. En esos años, existía el prejuicio de
ser de capital (y enterado), o ser de pueblo (y atrasado). Cuando se producía
el éxodo de los veraneantes, nos dejaban la nostalgia del verano, la vuelta a
la rutina y a la soledad de la vida del pueblo. Eso era hace años. Hoy, la
villa es una población cosmopolita, con más habitantes foráneos que nativos, y
el vacío que dejan los que se ausentan
al final del estío, no se percibe con la intensidad y el grado de tristeza y
soledad de antes. Hoy, no se tienen esas sensaciones. En los tiempos de ayer se
vivía con lo necesario. En los de hoy, con
lo necesario y lo que pida el cuerpo, llamado también estado del bienestar.
Vicente Catalá Bover
Septiembre 2013
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